Tuesday, January 15, 2013

"Sueños de Valientes: La Breve y Apasionada vida de Rubén De La Rosa" (Diario Libre, 24/2/2012)


La emoción ya comienza a sentirse en las venas. "Tenis de mesa", pensé. "Deporte que verdaderamente amo". Nos desplazamos por entre los suburbios de Santiago rumbo a La Barranquita, bastión de un legado de memorias que siempre tiñe mis recuerdos de torneos conquistados, aplausos estruendosos, y gritos exaltados de atletas apasionados. Me acompaña William Ramos, mi gran amigo. Un humanista, bohemio, aventurero, amante de la poesía y del vivir a conciencia, que con el pasar de los años se ha convertido en más que un amigo. Ya es un hermano. La tarde se siente delicada, vulnerable, lista para capturarnos en su presente que se apacigua dulcemente tras el viento fresco de la cordillera. El sol se está alivianando sobre el horizonte y la decadencia del complejo deportivo hace nacer en mí una tenue melancolía suscitada por la imponente yerba que ahora oculta el inmenso baluarte al deporte que en una época llenó de gloria a los deportistas del Cibao. Nos parqueamos y sacamos nuestros útiles deportivos, que básicamente consisten en una raqueta Butterfly y una toalla para combatir la humedad. Entramos al pabellón donde se escuchan las peloticas rebotar de las mesas, todas al son de alaridos y espasmos de aquellos que luchan a regañadientes por ganar cada punto. Acomodamos el trípode y preparamos la toma. Hoy decidimos grabar aquellos esfuerzos que generalmente provocan admiración dentro de círculos de personas que no conocen el tenis de mesa. "Pero si juegan como chinos", ya habíamos escuchado en muchas ocasiones. "Por primera vez en quince años, subiremos un vídeo nuestro en YouTube", me dijo William emocionado. Un grupo de niños, los actuales campeones del país, practicaban febriles su deporte predilecto y corrían alrededor de las mesas mientras Dimitri, entrenador ruso recientemente llegado de Moscú, dirigía sus esfuerzos por entre la penumbra de la tarde.

Rubén reía profusamente. Su entusiasmo contagioso penetraba el ambiente como una corriente de energía que iluminaba el pabellón. Empleaba su delgada contextura para desplazarse rápidamente a buscar las pelotas que él y otro atleta utilizaban mientras entrenaban. A sus doce años, Rubén había descubierto algo que muchos hombres se pasan la vida sin sentir: amaba algo locamente. El tenis de mesa ocupaba la gran mayoría de su energía física y mental. Se entregaba en carne y huesos a su musa todos los días, y se pasaba las noches soñando con triunfos a venir. Diariamente salía de su casa y después de tres carros públicos y cuarenta minutos de empujones, caminatas, y mucho soñar, llegaba a La Barranquita preparado para entregarse de lleno a la pasión que lo consumía. Aquel sábado de febrero, Rubén decidió ayudarnos. "Necesitamos algo para apoyar el trípode", le dijo William al vencedor. El niño salió corriendo a buscar un pedazo de madera al otro extremo del salón antes de que William terminara su oración. "Rubén, crees que podrías ayudarnos con la grabación", le pidió William a sabiendas de que era el único niño que tenia la paciencia y la entrega necesaria para socorrernos con aquella tediosa labor. "Claro William" le dijo Rubencito sin pensarlo dos veces. "Como lo hago"?, preguntó mientras sus ojos analizaban la cámara a profundidad. Mientras William le enseñaba a Rubén, vi reflejada mi niñez en aquel niño que con raqueta en mano estaba repleto de vida. Me imaginé la naturaleza de sus fantasías cuando llegaba a su casa cansado, estropeado de tanto entrenar, y analizando las maneras en que le ganaría a Emmanuel Lozano y a Andrés Betances, los jugadores dominantes en su categoría. Me imaginé la alegría que sentía cuando lograba un triunfo soberano, ganándole a algún jugador con más experiencia que él mientras caminaba a oscuras por las solitarias calles de La Barranquita bajo la noche estrellada mientras esperaba por el carro publico que lo llevaría a su casa. Imaginé cuando la vida le hacía sentir el sabor de la derrota, aquel amargo sentimiento que lo impulsaba a entrenar más duro, a levantarse más temprano, a correr más rápido, a soñar aun mas con un posible triunfo. Mientras nos filmaba, podía notar su inquietud por volver a la mesa, por seguir ejerciendo su labor de atleta, por seguir exaltando su corazón que se desbordaba en cada top spin y en cada servicio. En vez de hacerlo, Rubén nos filmó magistralmente. Se empleo a fondo para editar la fílmica, y eligió los mejores ángulos para poder captar la acción de la manera más dramática posible. Después de casi una hora de grabación, le dimos las gracias. William jugó un partido con él donde el niño se empleó a fondo para ganarle al jugador consagrado. Casi lo logra. Doce a diez quedó el marcador. Luego de darle la mano salió disparado hacia otra mesa, pero antes de hacerlo, le pedimos que nos acercara un par de gatorades que se encontraban al otro extremo del salón. Rubén, como siempre, no lo pensó dos veces. Salió disparado con aquella energía exuberante y nos acercó las bebidas.

Aquella tarde, me acuerdo haber pensado lo tanto que nos había aportado aquel deporte. Nos había hecho hombres íntegros, hombres que conocían el verdadero sentido del sacrificio, hombres listos para luchar arduamente por nuestros sueños, hombres que habían cruzado los limites de sus fronteras visitando otros países para ejercer su cuasi-arte, hombres que habían superado sus limitaciones y habían logrado consagrarse con el adjetivo que tanto nos gustaba: atletas. Aquella noche, mientras nos despedíamos de los demás jugadores, le dijimos adiós a Rubencito. Seguía jugando enfáticamente mientras vociferaba un "vamos!" impetuoso, característico de un nato luchador. La noche estaba fría, impredeciblemente absorta en sus propios pensamientos. Un rato después Rubencito salió como siempre por entre las abandonadas calles de La Barranquita. Me imagino la satisfacción que habrá sentido a sabiendas que se estaba esforzando más que los demás para algún día poder lograr el sueño de todo jugador: convertirse en el campeón absoluto del país. Me imagino que se habrá sentido emocionado por las fotos que le tomó William, mientras le demostraba sus mejores posiciones y sus más contundentes golpes y servicios. Me imagino que habrá sentido aquella emoción que nos ofrece el deporte cuando el jugador sabe que está avanzando por los estrechos caminos que conducen al tope, y siente venir el confeti de la gloria que se avecina.

Esperó tranquilamente con mochila en mano el próximo carro público que se arrimó, y se montó sin saber que sería la última vez que vería aquel lugar que lo había convertido en un verdadero hombre. Un ligero dolor en el pecho marcó la llegada a su casa, por lo que decidió comer algo ligero y no decirle nada a su madre para no preocuparla. Su malestar se calmó momentáneamente luego de haber pensado en que su juego estaba mejorando, y haber sentido que su momento triunfal se acercaba lento, pero seguro. El viento soplaba fuertemente por las ventanas de su habitación, y la noche se hacía aun más fría mientras preparaba su cama y su cuerpecito de niño se acongojaba aun más por el dolor. Aquella noche Rubencito murió. Su tierno corazón se paró para siempre, y las ilusiones de aquel niño valiente se esfumaron entre peloteos, entre risotadas, con cada juego que logró ganar, y en cada trofeo que aspiró a tener. Su raqueta yacía a su lado, como la espada de un guerrero muerto en la cúspide de la batalla. Aquel fogoso impulso de atleta se esparciría para siempre en cada centímetro de aquel pabellón que conmemoró su último día en la tierra, y que presenció sus sueños volar alto por entre los laureles del triunfo. Hoy, después de haberme sentido sumamente apenado por su temprana despedida, le doy gracias al deporte por haberle ofrecido tantas ilusiones a Rubencito, y le doy gracias a su corazón porque supo anidarse espléndidamente en tierra de valientes. ¡Amén!

Publicado por Diario Libre el 24/2/2012 (http://www.diariolibre.com/movil/noticias_det.php?id=325354)

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